Margaret Mead fue la antropóloga más conocida del siglo XX, no sólo por sus contribuciones al campo de la antropología, sino, incluso más, por sus continuas apariciones públicas, en las que se pronunciaba en calidad de experta sobre la familia y la cultura. Con respecto a esta última, escribió una columna mensual muy popular e influyente para la revista Redbook desde 1961 hasta su muerte, en 1978. La revista Time llegó a nombrarla “Madre del Mundo” en 1969. Le llovieron prácticamente todos los honores inimaginables, recibió al menos dos docenas de títulos honoríficos de prestigiosas universidades y fue miembro del Patronato de universidades tan distinguidas como Columbia, Vassar, New York University, Enory, Yale y la New School for Social Research. Fue presidenta de la American Anthropological Association (Asociación Americana de Antropología) y de la American Association for the Advancement of Science (Asociación Americana para el Avance de la ciencia), y entre 1926 y 1971 ascendió en el escalafón del Museo Americano de Historia Natural desde el puesto de asistente del conservador hasta el de conservador emérito. Fue consejera de presidentes y congresistas. Millones y millones de personas conocían su rostro, millones y millones seguían sus consejos. Sería difícil imaginarse un miembro más amado y reconocido de la comunidad científica, y si debemos tomar como referencia la magnitud de su influencia en la sociedad, probablemente no tiene par entre sus compañeros en el mundo de la ciencia.
Por desgracia, sus consejos sobre la sexualidad, el matrimonio, la familia y la sociedad no es que estuviesen descaminados, sino que eran abiertamente perniciosos. Su gran influencia, tanto a partir de sus estudios de pueblos primitivos como de sus escritos más populares, contribuyó a llevar a su culminación la revolución sexual del siglo XX; su defensa del aborto es en sí misma una señal de que, por muy buenas que fueran sus intenciones, debe ser considerada como uno de los grandes arquitectos de la Cultura de la Muerte en el siglo XX.
Margaret Mead nació en Filadelfia, Pennsylvania, el 18 de diciembre de 1901. Fue la mayor de cinco hermanos, uno de los cuales murió siendo niño. Su padre, Edgard Mead, era profesor, y su madre, Emily Fogg Mead, ostentaba un doctorado, logro inusual para una mujer a comienzos del siglo XX. Los padres de Margaret eran más bien distantes, pero ella tuvo el afecto de su abuela, que vivía en el hogar familiar.
Por lo que hace a su formación religiosa, lo que había por ambos lados de la familia era agnosticismo. Uno de sus tíos llegó a ser expulsado de la Iglesia Unitaria acusado de herejía, y Emily, su madre, igualmente encontraba el unitarismo demasiado limitado. Sin embargo, y para sorpresa de sus padres, la joven Margaret se inclinó hacia la religión y se bautizó justo antes de cumplir los once años. Pensó en hacerse episcopaliana incluso tenía imágenes religiosas en su habitación. Como confesarí más tarde con respecto a sus años de juventud, Margaret tenía más necesidad de ritos que de credos (de joven se lamentaba de no poder llevar velo en la Iglesia episcopal en la que pretendía confirmarse). Su hambre de ritos la mantuvo dentro del ámbito religioso, en el que entró contra los deseos de su madre y de su padre. A diferencia de la mayoría de sus colegas académicos, y de sus propios padres, Mead no era atea, sino que frecuentó su iglesia episcopaliana durante toda su vida.
En cambio, siguió los pasos de sus padres en lo que hace a la educación; se licenció por el Barnard Collage y obtuvo un máster y un doctorado en la Universidad de Columbia. Se decidió por estudiar Antropología después de cursar una asignatura con el eminente antropólogo Franz Boas, quien fue el responsable de su ascenso teórico.
Boas consideraba que la creencia generalizada en el determinismo cultural era fundamentalmente errada, y esperaba encontrar entre los pueblos primitivos pruebas de una amplia variedad de creencias y prácticas que justificarían sus pretensión de que el comportamiento humano, más que estar determinado por la naturaleza, es significativamente maleable. En particular, quería saber si la fase de rebeldía adolescente era algo peculiar a la cultura occidental o si estaba inscrita en la naturaleza humana. Decidió enviar a la Polinesia a Mead, su joven estudiante de doctorado (a las islas de la Samoa Americana, custodiadas por la marina estadounidense), para que estudiase a las adolescentes locales, con la esperanza de encontrar en ellas una transición muy diferente de la niñez a la edad adulta. Fue una decisión que marcó el destino de Mead.
Margaret, que entonces tenía sólo veintitrés años, estuvo más que dispuesta a cumplir el encargo, Acababa de casarse, en 1923, con un estudiante de postgrado en Teología, Luther Cressman, pero los recién casados estuvieron de acuerdo en separarse para que ella pudiese cumplir con sus obligaciones. En aquel momento no tenían hijos; de hecho, a Mead le habían dicho que no podría tenerlos, lo cual la turbó grandemente, dado que pretendía tener seis.
El fruto de la estancia de Mead en Samoa fue su libro Adolescencia, sexo y cultura en Samoa (1928), un éxito de ventas escrito con estilo no de denso volumen académico, sino de obra corta, ligera y divulgativa. Se convirtió inmediatamente en un éxito que consagró la fama y la autoridad de su autora antes de que cumpliera los treinta años. Enseguida nos ocuparemos de analizar este texto.
En el momento de publicarse Adolescencia, sexo y cultura en Samoa Mead se encontraba de viaje por Nueva Guinea con su nuevo marido, Reo Fortune. ¿Qué había pasado con el primero? Mead había permanecido en Samoa sólo nuevo meses, un tiempo muy breve considerando su escaso conocimiento inicial del lenguaje y la cultura de Samoa, y después se había embarcado hacia Europa, pasando por Sydney, Australia, el Canal de Suez y Marsella. En el Chitral conoció a Reo Fortune, un académico de veinticuatro años nacido en Nueva Zelanda que se dirigía a la Universidad de Cambridge para estudiar Psicología. Se casaron en cuanto Mead pudo divorciarse de Cressman, y en 1928 se embarcaron hacia Nueva Guinea para llevar a cabo un estudio antropológico. El fruto literario de esta aventura fue un libro que sirve de continuación al primero (aunque no tuvo en absoluto tanto éxito) llamado Educación y cultura en Nueva Guinea (1930). Un segundo libro y un segundo matrimonio, todo en dos años. Pero sus segundo matrimonio no sería el último. En 1928 se divorció de Reo Fortune, y en 1936 se casó con Gregory Baterson. Su segundo divorcio tampoco iba a ser el último. Ella y Baterson se divorciaron oficialmente en 1950.
Fueran cuales fuesen las demás causas de sus tres fracasos matrimoniales – curiosamente, Mead proclamaba: “¡No considero que mis matrimonios hayan sido un fracaso!” -, ciertamente la bisexualidad de Mead fue un factor a tener en cuenta. Esa condición, ocultada al público hasta después de su muerte, fue desvelada por su propia hija, mary Catherine Bateson, cuando descubrió ese aspecto oculto de su madre en sus papeles privados.
Desde sus primeros años universitarios, Mead vivía de forma atormentada su propia sexualidad y tenía con frecuencia sueños de bebés muertos o asesinados que interpretaba como una “tendencia heterosexual descuidad o dejada languidecer”. Un sueño en el que aparecía un bebé encerrado en una caja en su habitación era, para ella, “una expresión de mi temor reprimido a ser, después de todo, una persona homosexual”. La ambivalencia de Mead lastró su primer matrimonio desde el principio. Según su primer marido, Luther Cressman, Margaret mostró un com,portamiento bastante peculiar en su luna de miel, insistiendo al principio en dormir en habitaciones separadas y empeándose, días después, en la consumación. Para Cressman, “los elevados muros de Mead revelaban tanto miedo psicológico como hostilidad hacia el compromiso del matrimonio”. Estas palabras encierran más verdad de lo que él podía imaginar. Justo antes o poco después de su matrimonio, Mead inició una relación lésbica que duraría un largo tiempo con Ruth Benedict, una profesora de Antropología en el Barnard Collage.
Si bien mantuvo en secreto su propia bisexualidad (sobre todo cuando, más tarde, el lesbianismo de Benedict se hizo tan conocido como para provocar que a ella le hiciesen en público preguntas bastante directas sobre su propia sexualidad), sí que habló públicamente a favor de aquello que en su caso mantenía escondido. En el Washington Press Club aseguró: “La heterosexualidad rígida es una perversión de la naturaleza”. En defensa de la bisexualidad, en una de sus columnas en la revista Redbook afirmaba que debemos asumir “la capacidad humana normal y bien documentada de amar a miembros de ambos sexos”. En una famosa conferencia de 1974 declaró que los miembros de una sociedad ideal serían homosexuales en su juventud y en la ancianidad, pero heterosexuales durante la vida adulta. Podría fácilmente pensarse que para afirmar eso le movía su propia autobiografía, ya que con toda certeza tuvo una relación sexual con su amiga más íntima, Rhoda Métraux, con la que vivió desde 1955 hasta su muerte.
Todo esto nos proporciona el contexto esencial para entender la obra más importante de Mead, el trabajo que asentó su autoridad intelectual y moral, Adolescencia, sexo y cultura en Samoa. Porque, como pronto descubriremos, más que un relato riguroso de la concepción de la sexualidad de Samoa, lo que Mead ofreció en esa obra fue una autobiografía disfrazada de antropología.
Mead describía Samoa como un paraíso sexual, libre de todas las opresivas restricciones que lastraban a Occidente: “el amor romántico tal y como se da en nuestra civilización, inseparablemente unido a las ideas de la monogamia, la exclusividad, los celos y la fidelidad absoluta, no tiene lugar en Samoa”. Para los samoanos, en contraste con lo que sucede en Occidente, “las relaciones sexuales ocasionales no generan ninguna obligación de compromiso” debido a “la ausencia de especialización de los sentimientos, y particularmente de los sentimientos sexuales”. Esos felices nativos, según Mead, estaban por consiguiente libres de todos los efectos negativos del sexo por vía de la monogamia, el funesto error de Occidente, debido al cristianismo. Los samoanos, declaraba Mead, no necesitaban “aplicar el concepto de perversión a la práctica sexual; … así eliminan la existencia todo un campo de posibilidades de neurosis. El onanismo, la homosexualidad, las formas estadísticamente infrecuentes de actividad heterosexual no están ni prohibidas ni institucionalizadas”. En tanto que aceptaban un abanico mucho más amplio de prácticas sexuales, “la frigidez y la impotencia psíquica no tienen lugar y… siempre pueden ajustarse de forma satisfactoria en el matrimonio”.
Según Mead, en Samoa los “únicos disidentes” respecto a esa sexualidad libre eran los misioneros cristianos, “cuya oposición es tan vana que sus protestas se consideran irrelevantes”. Incluso aunque los misioneros habían “conseguido introducir una especial valoración de la castidad”, los “samoanos contemplan esa actitud con un absoluto aunque respetuoso escepticismo, y el concepto de celibato carece totalmente de sentido para ellos”. De hecho, Mead afirmaba que aunque los samoanos habían sido cristianos desde la década de 1840, el cristianismo que en realidad asumieron fue “gentilmente remoderado”, al filtrarse a través de la actitud descuidada y casual de la vida samoano, de modo que “sus aristas más agudas” resultaron limadas, resultando así una forma liberalizada de cristianismo “sin la doctrina del Pecado Original”. Al haberse librado de las invectivas contra la libertad sexual con que el cristianismo había encadenado la conciencia occidental, los samoanos habían sido capaces de dedicarse a una “libre experimentación” socialmente consentida con respecto al sexo, cuyos resultados eran, según Mead, totalmente positivos.
Quizás la descripción más famosa de este paraíso sexual se la de los amantes ocasionales que se encaminan hacia un lugar “bajo las palmeras” para gozar de un deshago sexual. En su conocida descripción “Un día en Samoa” dibujaba esta hipnotizante escena:
“A medida que el amanecer empieza a cernirse sobre los suaves tejados de color marrón, con las gentiles palmeras erguidas contra un brillante mar incoloro, los amantes vuelven a casa después de sus encuentros más allá de las palmeras o al abrigo de sus canoas varadas en la playa, para que la luz encuentre a cada durmiente en su lugar”. Margaret Mead. Coming of age in Samoa.
Como pruebas para esta afirmación, Mead ofrecía el ejemplo de Fala, Tolú y Namú. “Las tres jóvenes se encontraban con sus amantes y sus relaciones eran frecuentes y alegres”. También estaba Luna, quien “sin apenas esfuerzo tomaba un amante, luego dos, y luego un tercero: todos ellos sin especial propósito”. La naturaleza descuidada de la experimentación sexual entre heterosexuales conducía también a la homosexualidad ocasional. “En un lugar en que las relaciones heterosexuales eran tan habituales, tan fácilmente encauzadas, no existía ningún patrón dentro del cual encajar las relaciones homosexuales”. Por decirlo de forma sencilla, para los samoanos su deseo sexual era omnívoro y omnipresente, y no tenía ningún otro fin que el placer; al no tener ninguna otra finalidad, los samoanos se preocupaban bien poco por las distinciones cristianas entre sexo lícito e ilícito, esas mismas distinciones que, según Mead, distorsionan nuestra libertad sexual original, natural.
Como cabía esperar, Mead afirmaba que los samoanos se tomaban el matrimonio con escasa seriedad. Si, por ejemplo, “una esposa llega a cansarse de su marido, o un marido de su esposa, el divorcio es una cuestión sencilla e informal, en la que el no residente simplemente vuelve a la casa de su familia, y se dice que la relación “ha fallecido”. Es una monogamia muy frágil, a menudo infringida y aún más a menudo totalmente violada”. Los adulterios efectivamente se producen, pero apenas “amenazan la continuidad de las relaciones establecidas. Los derechos que la mujer tiene sobre la tierra de su familia le permiten ser independiente de su marido, de modo que no hay matrimonios en los que uno de los contrayentes sea efectivamente infeliz. A la menor disputa la mujer vuelve a su casa con su familia; si su marido no intenta reconciliarse con ella, cada uno busca otro compañero”. Matrimonio sin vínculos. Divorcio sin causa.
Mead cerraba su libro con la pretensión que motivaba todo el trabajo, una llamada a liberarse de las estrecheces morales de una sociedad todavía conformada por el cristianismo. “En el momento presente”, clamaba, “vivimos en un período de transición”, pero desafortunadamente todavía “creemos que solamente puede haber un estándar correcto”. Necesitamos predicar una nueva forma de caridad, que tenga Samoa como su paradigma. A los niños “debe inculcárseles la tolerancia, del mismo modo que hoy se les inculca la intolerancia. Debe inculcárseles la convicción de que ante ellos se abren muchos caminos, de que nadie ha establecido desde arriba cuál es el correcto”.
Por muy atractiva que esta imagen de una isla de libertad sexual pudiese resultar para muchos en Occidente, la descripción que Mead hace de Samoa como una paraíso epicúreo era casi completamente falsa. En realidad, los samoanos, tanto antes como después de la cristianización, eran mucho más severos en lo moral que los pueblos de Occidente. De este modo, la obra capital de Mead se revela sospechosamente como una especie de justificación de sus propias creencias y prácticas sexuales, proyectadas sobre los pobres samoanos. Lo que es más importante, la inmediata e inmensa popularidad y prestigio de su Adolescencia y cultura en Samoa sólo puede explicarse por la predisposición del público a principios del siglo XX a escuchar las buenas noticias del descubrimiento de un paraíso sexual liberado de las cargas morales del cristianismo.
No fue hasta 1983 cuando Derek Freeman exploró el mito de Mead en su obra Margaret Mead and Samoa: The Making und Unmaking of an Anthropological Myth (Margaret Mead y Samoa: creación y caída de un mito de la antropología), aunque buena parte del mundo académico se ha negado a reconocer lo dañadas que quedaron las conclusiones de Mead tras el análisis de Freman. Freeman, antropólogo y profesor de la Escuela de Investigaciones de Estudios del Pacífico y de Asia en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad Nacional Australiana durante cuarenta años, demostró que prácticamente todas las afirmaciones hechas por Mead en su libro eran completamente falsas o estaban gravemente distorsionadas. A diferencia de Mead, que ni siquiera hablaba samoano cuando llegó a la isla para su investigación en 1925 y que permaneció allí durante sólo nueve meses, Freeman ha dedicado casi medio siglo a sus investigaciones sobre Samoa, y conoce su cultura y su lengua de arriba abajo. En sus propias e irrefutables palabras, “las conclusiones principales de Adolescencia y cultura en Samoa son, en realidad, meras invenciones de un mito antropológico absolutamente opuesto a los hechos de la etnografía y la historia samoanos”.
En primer lugar, las afirmaciones de Mead según las cuales los samoanos no prestaban “apenas atención a la religión” y que “todos los contactos con lo sobrenatural eran accidentes, triviales y no institucionalizados” contradecían directamente la verdadera naturaleza fervientemente religiosa de los samoanos, tanto antes como después de la cristianización. Mientras que Mead describía a los samoanos como seres tan dedicados al placer que no tenían “espacio para los dioses”, en verdad, según Freeman, los samoanos precristianos eran devotos politeístas, que tenían creencias y ritos religiosos muy complejos y elaborados y que, después de ser convertidos por los misioneros a mediados del siglo XIX, se hicieron “casi fanáticos en su práctica y observancia del cristianismo”.
Además de su profundamente errada representación de las creencias y prácticas religiosas de los samoanos, Mead también se representó de forma completamente errada las actitudes y prácticas sexuales de los samoanos, tanto antes como después de la llegada del cristianismo. En lugar de estar construida sobre la promiscuidad, la entera sociedad estaba en realidad construida sobre la veneración de la virginidad, una devoción que el cristianismo no hizo más que intensificar. Para los samoanos no había mujeres más respetadas que las vírgenes ceremoniales (llamadas taupous), cuya pureza sexual en el momento del matrimonio era tan importante que existía un elaborado ritual público para determinar su virginidad antes del matrimonio. En caso de que la novia no pasase la prueba, “era forzada brutalmente por sus amigos, llamada prostituta y expulsada del grupo, mientras que su prometido, tras negarse a tomarla como esposa, en seguida reclamaba su propiedad”. En ocasiones la familia se mostraba más severa, y el hermano o el padre de la chica la apaleaban.
Es más, Freeman muestra cómo este aprecio por la virginidad no se confinaba a las clases superiores, de las cuales procedían las taupous, sino que perneaba toda la sociedad hasta sus niveles más bajos, los niveles que según Mead eran más libres sexualmente. Las relaciones sexuales ocasionales bajo las palmeras, en lugar de ser algo ante lo que se esbozaba una sonrisa, eran (si en efecto tenían lugar) “consideradas por todos los involucrados como comportamientos vergonzosamente desviados del bien definido ideal de la castidad”. Cuando los hombres y las mujeres jóvenes se escapaban por la noche, era casi siempre para casarse en secreto, y este acto incluía una desfloración de la virgen que imitaba las desfloraciones públicas que se llevaban a cabo con las vírgenes ceremoniales, la cual se hacía como un signo no sólo de la previa castidad de la chica, sino (debido a que los samoanos consideran tal acción como una declaración formal de matrimonio) de la unión exclusiva de los dos jóvenes. Los samoanos se tomaban esta exclusividad marital con la mayor seriedad, hasta el punto de que originariamente el adulterio era castigado con la muerte o con severos apaleamientos o mutilaciones.
Freeman señala que el cristianismo, en la segunda mitad del siglo XIX, simplemente intensificó al “culto de la virginidad”. En completa contradicción con la pretensión de Mead, según la cual los samoanos no sentían culpa alguna y se deshicieron rápidamente de las nociones cristianas del pecado original, los mismos samoanos manifestaron a Freman que “la condición de pecador, o agasala (literalmente, el comportamiento que está en contravención de alguna ley divina, y que por tanto merece ser castigado) es un concepto básico de la cultura samoano anterior a la llegada del cristianismo. Es más, la doctrina del pecado original contenida era algo que, al convertirse al cristianismo, llevaba mucho tiempo resultándoles familiar”. En lugar de reformarlo para ajustarlo a una visión superficial y fácil de la sexualidad, el cristianismo elevó el aprecio samoano por la pureza sexual, lo cual tuvo como resultado “la estricta prohibición de la fornicación para todos los miembros de la Iglesia, de modo que cualquier sospecha de indulgencia hacia este “pecado” tiene como consecuencia la expulsión”. En resumen, como concluye Freeman, debería resultar “evidente que Samoa, donde el culto a la virginidad femenina fue probablemente llevado a un extremo no alcanzado por ninguna otra cultura conocida por la Antropología, difícilmente podía ser el lugar donde situar un paraíso de amor libre adolescente”.
Las pruebas aportadas por Freeman contra prácticamente todas las afirmaciones que Mead hizo famosas son tan apabullantes que nos hacen preguntarnos qué es lo que llevó a Mead a crear esa ficción; o, y esto resulta aún más significativo, qué hizo que el siglo XX se dejase engañar con tanta facilidad. Por decirlo en términos sencillos, la creencia de Mead en la maleabilidad de la naturaleza humana y su deseo de eliminar las restricciones sobre la sexualidad predeterminaron sus conclusiones. Su ciencia era una forma de autobiografía, como resulta claro si se tiene en cuenta los recuerdos más tempranos de su propia vida. Con demasiada frecuencia “encontró” en las sociedades primitivas lo que esperaba establecer en la suya propia. El entusiasmo con que fueron recibidas sus conclusiones no es más que la prueba de un deseo similar por parte de su amplia audiencia.
Esto se ve con especial claridad en sus populares columnas en la revista Redbook, donde le hacían todo tipo de preguntas a las que ella respondía con toda la fuerza de su inmensa autoridad cultural. En su columna de febrero de 1963 le preguntaron: “¿está usted a favor de cambiar nuestras leyes sobre el aborto?”. Mead replicó: “Creo que nuestras leyes sobre el aborto deberían modificarse. En un país donde existe una genuina y convencida diversidad de creencias éticas, creo que no deberíamos regular las condiciones en las cuales el aborto es permisible”. Mead no fue una defensora del aborto sin restricciones, pero la ambigüedad con que lo defendió hicieron su posición “intermedia” tanto más atractiva para los que se situaban en la frontera entre la Cultura de la Muerte y la Cultura de la Vida.
En contraste con otros, Mead mantuvo una posición “moderada” sobre el aborto, afirmando que “el recurso al aborto es como mínimo una pobre solución”. En una columna escrita un año antes de dictarse la sentencia Roe v. Wade, Mead afirmaba: “Es una cuestión de humanidad interrumpir un embarazo en ciertos casos: cuando una mujer ha sido violada o cuando una enfermedad amenaza la normalidad del feto o la vida de la madre”. Sin embargo, se lamentaba de que “el aborto, lo llamemos como lo llamemos, está demasiado cerca de pretender que el acto de matar encaje en una visión del mundo en la que toda vida se considera valiosa”. Pero, curiosamente, consideraba que “la única solución viable es el rechazo de todas las leyes restrictivas que regulan el aborto”, de modo que la sociedad pueda seguidamente ponerse manos a la obra y trabajar para limitar la necesidad de recurrir al aborto, “estableciendo un generalizado conocimiento de la contracepción” y desarrollando “estilos de vida y relaciones personales que sean coherentes con la idea de concebir, traer a la vida y cuidar a los hijos, todos ellos deseados y amados”. Esta postura de que “todo niño debe ser un niño deseado” fue en esencia la postura de Clarence Gamble, Margaret Sanger y Planned Parenthood (Planificación familiar). Si bien resulta atractiva en apariencia, desviaba la atención tanto del horror real de cualquier aborto como del hecho de que eliminar las restricciones legales sobre el aborto tiene como resultado previsible multiplicar más que reducir su número.
En su columna de marzo de 1963 le preguntaban: “¿Cree usted que deberían revisarse nuestra leyes sobre las drogas?”. Mead respondía: “Nuestras leyes sobre drogas y drogadicción son peligrosas, ilógicas e inhumanas (…) Debería legalizarse la venta de drogas a los drogadictos bajo estricto control médico, como se ha hecho en Inglaterra, y deberían venderse drogas a unos precios tan bajos como permita su coste real”. La criminalización de las drogas, argumentaba Mead, sólo conduce a los crímenes que se cometen para obtenerlas.
A la pregunta sobre si la homosexualidad estaba incrementándose (julio de 1963), Mead replicaba que el aparente aumento se debía en buena parte de a una mayor sofisticación de nuestra sociedad, “hemos pasado de ser una sociedad de fronteras, con códigos muy primitivos de relaciones humanas, a ser una sociedad cosmopolita, que como todas las sociedades cosmopolitas deja más espacio a los matices en el comportamiento humano y tiene una mayor tolerancia hacia las elecciones personales”. Además, un mayor conocimiento de otras culturas nos permite “reconocer que las potencialidades bisexuales son normales y que su especialización (por ejemplo, en monogamia heterosexual o en homosexualidad) es el resultado de la experiencia y del entrenamiento”.
En octubre de 1974 le preguntaban: “¿cree usted que todo ser humano debería tener el derecho a decidir si no quiere seguir viviendo?”. Mead replicó: “Efectivamente, lo creo”. Si bien la legalización del suicidio generaría “delicados problemas” en torno a la capacidad de la persona que se plantea acabar con su vida, Mead consideraba que “toda persona tiene derecho a decidir hasta cuándo debería prolongarse su vida y cuándo está lista para acabar con ella”. Desafortunadamente para Mead, en 1974 los estadounidenses seguían profesando creencias contrarias a este supuesto derecho.
“Mientras sigamos manteniendo, como muchas personas hacen y como hacen las leyes, que la vida de una persona no le pertenece, que la vida es algo que le ha sido confiado por Dios o por la sociedad o por la familia, seguiremos asumiendo que el suicidio es efectivamente un pecado o un crimen”. Margaret Mead: Some Personal Views.
Una de sus sugerencias más famosas, o mejor más infames, fue la del matrimonio “en dos pasos”. En un ensayo de 1943 titulado “La familia en el futuro”, Mead evaluaba la familia americana y concluía que los dos problemas más significativos que la afectaban eran, primero, un número de mujeres que no querían o no podían casarse y segundo, un período de maduración más largo que en sociedades menos avanzadas. Sugería así que la sociedad estableciese legalmente un esquema matrimonial en dos niveles: en el primero el matrimonio sería un contrato “socialmente sancionado y sin hijos”, en el cual la pareja disfrutase de todos los beneficios sexuales del matrimonio dentro de una especie de período de prueba, pero sin la permanencia que conlleva el traer niños al mundo. Esto, pensaba, era mejor que la posibilidad de que las mujeres tuviesen relaciones sexuales adúlteras o que una alta tasa de divorcios causada por esas parejas inmaduras que intentan vincularse permanentemente y fallan (con los daños emocionales que todo eso causa a los hijos de tales divorcios). El segundo nivel debía ser permanente y asumido sólo por los que hubiesen demostrado en su matrimonio de prueba la capacidad de tener hijos. Por supuesto, el control de la natalidad sería una pieza esencial para su programa, y de hecho Mead fue una temprana defensora de la contracepción no sólo por esta razón, sino por razones de control general de la población.
Su sugerencia de un matrimonio en dos pasos, que repitió de forma más destacada en una columna en Redbook en 1966, se enfrentó a sonoras e indignadas protestas, especialmente debido a que, dada la ligeraza con que la misma había pasado por sus propios divorcios, parecía estar ofreciendo a la sociedad unos consejos profundamente sesgados por la autojustificación. Pero esas protestas no dañaron su credibilidad, que se incrementó a lo largo del siguiente cuarto de siglo (al igual que lo hicieron la tasa de divorcios y la aceptación social del sexo premarital). Al igual que sucedió con sus sugerencias con respecto al aborto y la legalización de las drogas, la cura que propuso para el divorcio no podía sino agravar la enfermedad.
La influencia de Mead se debe, en gran parte, a sus energías aparentemente inagotables, y a su frenética actividad, que le permitió ser culturalmente omnipresente. Se mantuvo en activo, o más bien según todos los datos se mantuvo hiperactiva, hasta el final de sus vida, viajando en avión a lo largo y ancho del mundo para asistir a todo congreso y comité imaginable, volviendo inmediatamente a casa para reunirse con comunidades religiosas, grupos de mujeres, académicos, jefes de Gobierno y estudiantes. Difícilmente podría haber puesto más energía en la difusión de sus ideas.
Nada podía pararla, o así pensaba ella. En 1978 le diagnosticaron cáncer de páncreas, pero se negó a aceptar que ese diagnóstico fuese acertado o mortal. En su desesperación, llegó a recurrir a un curandero. Sólo una semana antes de su muerte reconoció que tenía cáncer, y de repente quiso que el mundo lo supiese, de modo que alguien pudiese curarla. No sucedería así. Murió en la mañana del 15 de noviembre de 1978, pero hoy en día sigue recibiendo los honores de la Cultura de la Muerte que ella contribuyó tanto a construir.
“La caída del Ídolo erigido por Mead se inició cuando Derek Freeman, un antropólogo impresionado por Mead y completamente convencido por su trabajo, acudió a Samoa esperando seguir su estudio. Tenía la idea de permanecer una parte sustancial de su vida en Samoa, familiarizarse de una forma más profunda con los nativos para dar más fundamento al estudio que Mead realizó durante unos meses. Lo que encontró, le fué alejando progresivamente de las ideas de su predecesora. Freeman conversó con la gente ya mayor que había hablado con Mead, especialmente, las Samoanas, ya mayores que habían sido sujetos de su estudio. Leyendo asimismo la correspondencia entre Mead y su mentor Boas, descubrió que Mead no había hecho estudio de campo alguno, que falsificó los datos y que mintió a Boas diciéndole lo que quería oír. Mead hizo el trabajo a toda prisa entrevistando a dos de las samoanas que tuvo más a mano sin ningún cuidado para verificar las afirmaciones. Esas mismas samoanas explicaron a Freeman, muchos años después que ellas se sentían incomodadas ante las preguntas de Margaret acerca de sus costumbres sexuales, como los reprimidos occidentales, y, para no defraudarla, se inventaban las historias que contaban a Mead entre irónicas y reverentes ante esa becaria de 25 años tan impaciente, que debía anunciar la buena nueva a Occidente acerca de la liberación sexual y la Paz como algo connatural a la naturaleza humana. Con este estudio, santificado por el stablisment de la intelectualidad universitaria norteamericana, El mito del Buen Salvaje que venía de Rousseau quedó insertado, como un concepto de pleno derecho, en una creencia que es la más fanatica y letal de todas las creencias y religiones: el cientifismo. Nadie, antes de Derek Freeman se había molestado en comprobar los resultados de Mead. Nadie quería, porque la fe ya estaba establecida antes de que Mead se inventara el cuento. El mismo Derek Freeman quería corroborarlo. Desde Mead, todos los antropólogos han buscado y los sociólogos han estudiado, los condicionamientos culturales y las diferencias entre culturas, retratando las culturas primitivas y tradicionales como pacíficas, ligando todo proceso de civilización con la represión y la agresión.
Otro antropólogo, Napoleon Chagnon, que ha estudiado los Yanomamos del Amazonas ha sido recientemente(año 2000) sometido a un proceso inquisitorial por atreverse a publicar lo que es patente cada vez más por otros antropólogos una vez el velo de silencio se va rompiendo: Los yanomamos, como todos los cazadores-recolectores, que se suponían eran gente guay, resulta que son altamente agresivos, mucho mas agresivos que la cultura occidental. En realidad son igualmente agresivos, pero no tienen las instituciones de la civilización occidental para reprimir la agresión. Napoleón se preocupó de comprobar estadísticamente que los hombres yanomamos tienen más acceso a favores sexuales de las mujeres y más descendencia en función del número de sus víctimas. Los yanomamos suelen guerrear, hacen armas lo más dañinas que permite su tecnología, hacen incursiones para saquear y raptar mujeres y tienen carreras de armamento y guerras preventivas. pero todo esto está siendo ocultado por un proceso inquisitorial que intenta mantener las creencias de una religión: La creencia es el Buen Salvaje, la Religión es el cientifismo”. rtación de “Memetic Warrior”, en “Políticamente incorrecto”
Las historias sobre la existencia de tribus primitivas no violentas no son, en realidad, mas que leyendas. Las descripciones que hicieron antropólogos como Margaret Mead de los pacíficos habitantes de Nueva Guinea y Samoa, se basaron en estudios muy superficiales que luego se demostró que eran falsos. Así, el antropólogo Derek Freeman, observó que los “pacíficos” samoanos eran capaces de pegarles a sus hijas o incluso matarlas, si no llegaban vírgenes al matrimonio, o que un joven poco hábil en el cortejo de las jóvenes, podía violar a una de ellas con el fin de que se fugara con él, y también la familia de un marido engañado podía atacar y matar a la mujer adúltera.
Otro ejemplo similar seria el de Elizabeth Marshall Thomas que describió a los Kung-San, un pueblo habitante del desierto de Kalahary, como gente totalmente inofensiva en un libro que lleva ese título. Pero cuando más tarde otros antropólogos convivieron por más tiempo con ellos, descubrieron que su sociedad tenía un índice de criminalidad semejante al de las zonas urbanas estadounidenses marginales.
Hasta finales de la década de los ochenta [del siglo pasado] era común entre los antropólogos creer que las adolescentes de Samoa eran promiscuas antes del matrimonio, cuando en realidad se valoraba en muy alto grado la virginidad. El error fue fruto de las investigaciones de la antropóloga Margaret Mead (1901-1978), durante mucho tiempo considerada una pieza intocable de la antropología. En 1926 llegó a Samoa como alumna del antropólogo alemán Franz Boas. Para Boas, la influencia genética era irrelevante comparada con la ambiental, y sostenía que todos los principios culturales y morales eran relativos. La joven Mead, en aquel entonces de 25 años de edad, estaba muy interesada en este relativismo, especialmente en lo que creía una intensa promiscuidad de los samoanos, pero no tenía modo de entablar un diálogo directo con ellos puesto que ignoraba el idioma: sus ayudantes fueron dos jóvenes de aproximadamente su edad, Fa’apua’a Fa’amu, quien le ayudó a recabar todos los datos y a explicarle las costumbres del país, y Fofoa, que no hablaba inglés. Llegó un momento que en Fa’apua’a y Fofoa, como le habría ocurrido a cualquier joven de su edad en Occidente, se sintieron molestas por las insistentes preguntas sobre sus actividades sexuales. Se acogieron a una costumbre local, según la cual da buena suerte engañar a un extraño, y empezaron a largarle todo tipo de historias fantásticas acerca de su vida sexual: el coito indiscriminado y la vida relajada convertían la adolescencia en Samoa en un paraíso. Cuando Mead les preguntaba por la mañana dónde habían pasado la noche, Fofoa y Fa’apua’a (que en realidad era una virgen ceremonial) le decían: “¡Hemos pasado la noche con chicos, sí, con chicos!”. Mead publicó estos datos en su libro, publicado en 1928, Comin of age in Samoa (“Hacerse adulto en Samoa”), un éxito de ventas desde el primer momento y que se adhería al “relativismo cultural”, también conocido como “determinismo cultural”: los problemas y la moral de Samoa no tenían nada que ver con los de las jóvenes occidentales. El primero en decir que la realidad era todo lo contrario, y que las chicas de uno y otro sitio estaban sometidas a un estricto control por parte de sus padres, fue Derek Freeman, quien viajó a Samoa para corroborar las historias de Mead. Se encontró con que Fa’apua’a Fa’amu, de 86 años, aún vivía (Fofoa había muerto en 1936): la anciana admitió haber mentido a la antropóloga, y se mostró arrepentida por ello, pero explicó sus razones. La práctica gracias a la cual se mantuvo engañado a Occidente durante 69 años acerca de la promiscuidad de unas adolescentes se llama ta fa’ase’se o bien [i]fa’alili [bromas engañosas][/]
El mito de la liberación sexual
Siguiendo con mi pelea particular contra la antropología, la sociología y la psicología que se enseñan mayoritariamente durante casi todo el siglo XX hasta ahora como si aquí no hubiera pasado nada (Y ha pasado, vaya si ha pasado), va a llegar a mis manos un video reportaje que Derek Freeman hizo en Samoa entrevistando a las mismas 2 (dos) samoanas que entrevistó Margaret Mead por los años 30 y que le bastó, con mucha imaginación, para escribir una de las falacias mas famosas e influyentes y que tanto ha ayudado a la Izquierda a reorientar su política desde la economía socialista hacia la liberación sexual: El libro que escribió Margaret Mead se titulaba Adolescencia, sexo y cultura en Samoa. Seguro que habéis oído hablar de el.
Lo siento por las películas de los mares del sur y por toda esa mitología sobre reinos desinhibidos que nos inculcaron en la juventud y que con el tiempo y la experiencia cada vez se nos hicieron más lejanos. Falló Madrid para los de provincias, Falló Suecia para los Madrileños. Y gracias a Derek Freeman nos falla Samoa como el paraíso de las mujeres al sol que se insinúan sin comerlo ni beberlo. Eso solo pasa en sitios como Cuba y es porque las pobres chicas tienen hambre.
Aunque este video y esta polémica es de los años 80 no esta mal sacarlo a la luz cuantas veces sea necesario, para mostrar bien claro que el libro de Margaret Mead, que pretendió confirmar las teorías del determinismo cultural, que desde los años 60 y antes fue el recambio ideológico del Marxismo que la izquierda necesitaba, es simple y llanamente el producto de una deshonestidad intelectual, una patraña que no solo ha desviado la investigación hacia aspectos estériles, sino que ha justificado cuestiones políticas como la persecución de los no adeptos. Además ha funcionado de freno moral a la hora de condenar dictaduras de izquierda y nos ha sumido en un relativismo moral y cultural que ha destrozado muchas vidas. Más aún, el libro de Margaret Mead y el mito de Samoa ha sido históricamente, una de las causas de la descolonización que los estados europeos emprendieron a toda prisa a partir de los años 30, y que ha dejado a continentes enteros en manos de grupos tribales y dictadores sin escrúpulos. Por esto mismo, Margaret Mead es culpable, en parte, del odio de Occidente hacia si mismo que practica la Izquierda.
Y todo esto es a lo que Derek Freeman se ha dedicado a difundir. Con poco éxito al parecer. Es evidente que la Izquierda sigue dominando los medios de difusión cultural a la perfección. Pero he conseguido ese video en una librería australiana.
Derek fué un seguidor de Margaret hasta que después de unos años en Samoa se dio cuenta de que la cosa era muy distinta de las conclusiones lo que la apresurada y prejuiciosa becaria Margaret sacó en solo tres meses de estancia, ansiosa de traer pruebas a su mentor, Franz Boas para que ambos anunciaran al mundo la realidad del determinismo cultural y el relativismo moral.
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